lunes, 19 de agosto de 2013

Habaneras de Cádiz.

Lo conocí una noche de otoño. Hacía frío. En realidad no recuerdo muchos detalles de aquel día, salvo los que le conciernen directamente a él. Pero sé que hacía frío. Volvía de la biblioteca, serían las diez de la noche. Apenas me crucé con nadie por la calle.

Había quedado con mis amigos en el Sonata. Era la primera vez que iba allí y, como no, me perdí por las callejuelas. En aquella época me costaba encontrar el Guiñol… Imagina la cantidad de vueltas que daría intentando encontrar aquel bar. Me rendí, llamé a Diego y vino a buscarme.

Me gustó el ambiente cuando entré, estaba animado. Había mucha gente pero una persona que me llamó la atención entre el resto. Era un chico joven, quizá algo mayor que yo. Tenía un micrófono en la mano. Sin dejar de mirarlo, me acerqué a mis amigos para saludar y, entonces, empezó a cantar.

Como pude me deshice de mis amigos y me senté en el sofá para centrar toda mi atención en aquella dulce melodía. La música era bonita, la letra de la canción era bonita, pero lo que convertía aquella canción en un auténtico hechizo era su voz. No sabría cómo describirla, creo que ninguna palabra hace justicia al embrujo que se apoderó de mí aquella noche. Las notas que salían de la boca de aquel chico eran un manjar para mis oídos, un placer y una tortura a la vez, deseaba que siguiera sonando siempre. Él disfrutaba, dueño del micrófono, de la música y del bar entero. Noté como las voces pasaban a ser conversaciones reducidas a pequeños murmullos. Poco a poco nos iba conquistando a todos. Cuando terminó de cantar, el bar entero aplaudió. Volvió con sus amigos, mis amigos, y en ese momento fue cuando tuve la gran suerte de saber su nombre. En ese momento empecé a conocerlo y, por muy inverosímil que parezca, a quererlo.

No fue esa la única noche que pude admirarlo en silencio desde el sofá mientras él jugaba a enamorarme cada vez más con el poderío y la ternura de su voz. Poco a poco, fui conociendo sus pequeñas manías, sus gestos, todos y cada uno de los pequeños detalles que lo hacían ser quien era.

Lo primero eran siempre los ojos. Sus preciosos ojos verdes. Se abrían sorprendidos y, tras un breve instante, un maravilloso mecanismo entraba en funcionamiento y sus cejas se alzaban, su boca se entreabría sin forma aparente en un principio y, a través de la media luna de sus dientes, se filtraba una primera explosión.

Una música suave y melancólica arrancaba de su garganta notas apacibles, pacíficas, casi tan delicadas como la ligera sonrisa que se escapaba entre sus comisuras; una simple obertura de lo que estaba a punto de suceder. Su voz se tornaba más fuerte, dominante; se imponía dueña y señora de ese instante. Y mi corazón la acompañaba, le hacia los coros en silencio, demasiado tímido como para levantarse y bailar con él.
Sus palabras brotaban en todas direcciones y él se movía, como si intentara que llegaran más y más lejos. A veces pienso que en esos momentos perdía la noción de sí mismo, que viajaba a otro lugar, lejos de una realidad que quizá no fuese tan de su agrado como nos hacía ver.

Y después... después poco a poco el clímax terminaba. La música llegaba a su fin y su voz se tornaba rítmica y regular, cada vez más escasa, repartida en intervalos más y más prolongados que finalizan en suspiros. Otras veces, sin embargo, su voz se perpetuaba hasta el infinito, en una sonrisa que no quería dejar de serlo, con los labios curvados gradualmente hasta alcanzar la altura perfecta.

Que me muera ahora mismo si no se me aviva el alma cada vez que lo veo cantar. Y cómo disfruta, y como sonríe. Cuánto de él podría saberse, podría decirse, con sólo verlo cantar.

Y hoy, casi dos años después de aquellas primeras habaneras, sigo prisionera de aquel fortuito destino que quiso llevarme al Sonata un 18 de noviembre. Ya no solo me amarra su voz, sino que soy cautiva de sus besos, adicta al aroma de su piel, a la ternura de su abrazo y al sabor de sus labios.

Lo que era un sentimiento escondido, una locura incomprensible, un anhelo desesperado, es ahora la mayor de mis certezas. Lo amo, sin medida, sin razón.



martes, 24 de abril de 2012

¿En qué pensabas?


Tengo un té helado entre mis manos, delicioso. Le doy vueltas, distraída, mientras me hablas de tu día a día, tal baile, tal coreografía. La luz es tenue y se desvanece cada vez más. En un intento de llevarle la contraria al día que muere, tú voz aumenta su entusiasmo, se hace fuerte y dominante. Al pobre silencio no le queda más alternativa que esconderse y esperar su momento. Me he sacado esto, he mejorado aquello. ¿Soy abstracto?

Como si fuera una pompa de jabón, me elevo sin moverme de mi silla. Mis manos siguen rodeando el té, mis labios siguen esbozando la misma sonrisa amable, incluso mis ojos siguen fijos en los tuyos. Pero mis pies sienten la hierba fresca haciéndoles cosquillas. Y echo a correr, descalza y libre. Todo parece florecer de pronto. El prado se llena de color y el verde intenso pasa a poblarse de tonos rosas, malvas, azules y amarillos. Las flores crecen, o yo me hago pequeña.



Un relámpago y un trueno se alían y le arrebatan el trono a la armonía. Llueve. Y levanto la vista al cielo para ser parte de la lluvia. ¡Si todo fuera tan cristalino como la lluvia!

Me dejo llevar y bailo. Deseo poder ser como esas chicas esbeltas y elegantes que parecen ser una parte más de la música, como si sus delicados pasos estuvieran escritos en la partitura, sobre el pentagrama, compartiendo las cinco líneas con las corcheas. Sobre mis pies descalzos aparece una fina tela de raso y un par de cintas rosadas me suben por la pierna. Un violín se apodera de mi cuerpo y lo mueve por mí, a su antojo. Lo consigo. Por un instante soy una de esas chicas esbeltas y elegantes que durante tanto tiempo han sido fruto de mi más secreta envidia, protagonistas silenciosas de mis anhelos.

Un aullido quiebra la solemne interpretación de mi violinista invisible y la jauría de lobos se abalanza sobre mí. Corro asustada. Las flores muestran su lado oscuro y se marchitan a mi paso, dejando crecer entre ellas árboles siniestros. Estoy rodeada de sombras que me confunden. No sé dónde ir. Los lobos me persiguen, siento su aliento justo en mi espalda. Pánico. Y una mano salvadora me eleva por los aires. Siento que la velocidad me alborota el pelo. Quiero saber que ocurre, pero ¿me atreveré a abrir los ojos? Sí. No. Sí. No. Sí. Sí. ¡Sí!

Entonces dices mi nombre y mi mundo se desvanece. 

- ¿En qué pensabas?
- ¿Yo? En nada.

Bebo un sorbo de mi té y tú sigues hablando de tal baile, tal coreografía.

sábado, 14 de abril de 2012

Brief & Intense

Como la lluvia de estrellas de una noche de verano.
Como el instante de libertad que sentíamos al columpiarnos y llegar a lo más alto.
Como la primera gota de lluvia de una gran tormenta. Esa gran tormenta que nos volvió locos el uno por el otro.
Como la sonrisa de tus ojos, que es más sincera que la de tus labios. 
Como nuestro primer beso. 



Como ese último abrazo que nos dejó a ambos sin aliento. Tan fugaz… y tan intenso. 

martes, 10 de abril de 2012

Ama vivir.


Lo peor de los cambios es la certeza de que lo pasado, pasado está. Pero precisamente esa es su mayor ventaja: ya solo queda mirar hacia delante. 

domingo, 8 de abril de 2012

Agridulce



Una vez me dijeron que la literatura no es más que saber extraer la belleza de cada momento y conseguir transmitirla. Es algo así como leer entre líneas lo que la vida ofrece, captar sus indirectas. Porque el mundo irradia belleza pero es necesario mirar con unos ojos que no tenemos en la cara para vislumbrarla.

Un día cualquiera vería un sol radiante, que se oculta dejando a su paso un estallido de colores. Las colinas se vuelven doradas y el manto frío de la noche comienza a cubrirnos. Nos arropa. Nos arropamos. La niebla se tiende poco a poco, enredándose con los últimos rayos de sol. Se confunden, incluso juegan. Y nuestras pupilas quieren jugar con ellos, ebrias de su resplandor. Allá, a lo lejos, donde la noche aún no ha conquistado el cielo, se distinguen las siluetas de dos pajarillos perdidos, que acaban por fundirse en la inmensidad del azul. Poco a poco, las luces se van encendiendo y titilan. Nos envuelve el más absoluto de los silencios y cerramos los ojos.

Ante esa visión del mundo, no queda más que reconocer un pequeño atisbo de alma de artista.

Pero hoy, por no tener, no tengo ni alma.